Por: Tomás Quevedo Ramírez, Universidad Central del Ecuador
La digitalización de la vida ha sido el resultado de la profunda revolución tecnológica que permitió el desarrollo y consolidación de la modernidad capitalista. Como resultado, nuestras cotidianidades giran alrededor de dispositivos electrónicos que marcan nuestras identidades, miden nuestros tiempos vitales y también son un indicador de nuestra condición social.
El proceso productivo y las formas de organización del trabajo son quizá los espacios donde se están visibilizando las consecuencias directas de la digitalización de la vida. La utopía capitalista es un mundo sin trabajadores y para ello se ha invertido en investigaciones que permitan suplir el mayor número de puestos de trabajo que les sean posible. Los resultados son computadoras generando diagnósticos médicos y robots ensamblando autos, en un futuro cercano es posible, incluso que manejen los grandes camiones que transportan mercancías, todo esto acompañado del perfeccionamiento de mecanismos digitales de vigilancia y control.
En ese panorama, el trabajador se ve acorralado por la ultra-especialización, pues se necesitará más ingenieros que obreros manuales. Esto implica lo que Olin Wright denominó como ‘cierre social’, es decir que el trabajo será el espacio al que puedan ingresar sólo personas con un cierto nivel de estudios, con el suficiente capital social y cultural para tejer redes lo que reproducirá la exclusión y la marginación de quienes no cumplan los nuevos requisitos del mundo laboral digitalizado.
¿Quiénes son los excluidos y marginados? En este caso, aquellos que no cumplen los requisitos de educación, capital social (relaciones que les permitan estar en el radar de espacios laborales), raza, género, migrantes o edad. Muchas de estas personas, serán quienes deambulen en los fake jobs (falsos empleos), como las ventas ambulantes, los servicios de reparto motorizado a domicilio o en servicios de taxi mediados por plataformas. Con estos trabajos se vive al día, no se tiene derechos laborales y se sufre persecución por parte de los aparatos de represión y control oficiales. Sin embargo, es importante recalcar que la expulsión histórica de trabajadores de espacios laborales estables es una de las improntas del capitalismo.
La crisis desatada por la pandemia del COVID-19 ha hecho mucho más palpable las desigualdades entre quienes tienen la posibilidad de mantenerse en sus casas (en muchos casos mediante el endeudamiento) y quienes tienen que seguir en la calle, buscando las formas de sobrevivir.
Muchos de los que se quedan en casa bajo la modalidad de ‘teletrabajo’ son profesionales que se ven sometidos a un nuevo ritmo de trabajo, en el que están bajo ‘control y vigilancia’ de sus labores mediante engorrosas matrices y formularios, grupos de chat donde se debe responder de forma inmediata y disponibilidad las 24 horas. Además, la amenaza del despido es constante por que dichas funciones podrían ya no ser necesarias.
La digitalización del mundo laboral o el teletrabajo excluye a quienes desarrollaban tareas manuales: conserjes, personal de limpieza y gente de servicios que ahora alrededor del mundo se encuentran en la incertidumbre, bajo la certeza de tener que trabajar más o resignarse al desempleo.
En este contexto, es necesario insistir en el trabajo como un derecho humano básico, que no puede estar sometido por más tiempo a los mandatos del gran capital. Los Estados deben proteger el empleo y a las y los trabajadores. Mientras que las organizaciones sociales tienen la obligación de desarrollar alternativas prácticas para reproducir la vida material de la gente. La crisis si bien es una tragedia, también nos brinda la posibilidad de pensar y construir un nuevo mundo. Toso está en nuestras manos.
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