Las actuales dinámicas sociales en Otavalo son el resultado de procesos históricos en donde los maridajes entre mestizos e indígenas fueron permanentes, inicialmente antagónicos, y basados en relaciones de explotación de clase y racial. Y aunque parte de estas condiciones, en la actualidad, han cambiado, aún resta mucho por hacer.
Otavalo, ciudad de la sierra ecuatoriana, cuna del pueblo kichwa Otavalo, es conocida como la capital intercultural del país. De acuerdo con el Instituto Nacional de Censos, en el 2010 el 60% de su población se identificó como indígena, hecho que da cuenta de lo particular que resulta la vida cotidiana de la ciudad.
En nosotros, los otavaleños, existe un gran arraigo a la tierra que nos vio nacer y un verdadero culto a la muerte, pues no la sentimos como un fin, sino como una expectativa de volver a ser. Partiendo de esta reflexión, la disposición del espacio para enterrar nuestros restos mortales cobra una relevancia especial.
En palabras de Henry Léfevre, la ciudad es aquel espacio donde desarrollamos la vida, no solo laboral y social, sino también política. Aquel espacio potenciador de convivencias, de generación de capacidades, un lugar donde se expresa el poder de transformación y donde confluyen las resistencias, la pluralidad de identidades o de las re-existencias. A esta definición añadiría que la ciudad es, también, el lugar donde descansan nuestros restos y los de nuestros seres queridos.
A partir de esta reflexión, nace la preocupación por la actual falta de espacio para nuevos enterramientos en el único cementerio de la ciudad, que data de 1889 y que todavía sigue en funcionamiento. Este cementerio está atravesado por una pared que lo divide en dos secciones: una para indígenas y otra para mestizos. Según información proporcionada por el comité administrador del camposanto, en el 2017 la última de las partes se encontraba al 95% de su capacidad, mientras que la primera al 98%. Es evidente que encontrar un nuevo espacio resulta urgente.
Para la población mestiza, el rito funerario está basado, mayoritariamente, en las costumbres cristianas, en las que se celebra una misa en memoria del difunto y, posteriormente, se traslada el cuerpo al cementerio para depositar el féretro en el nicho. Sin embargo, la cosmovisión andina de la población kichwa Otavalo entiende la muerte como el inicio de una nueva vida. Así, en 1802, el geógrafo Francisco José de Caldas, anotó en sus cuadernos:
Acabo de ser testigo de los oficios por las almas de sus mayores. Todos los cementerios de ambas iglesias se ven cubiertos de pan y frutos que les produce el país, en cada montón arde una luz; el hijo, el esposo, el padre están sentados al lado ofreciendo este sacrificio y se mantienen inmóviles hasta las 12 del día, comenzando así que viene la luz: Todo este tiempo dan para que el difunto tome de lo que se le ha ofrecido y todo lo entregan al cura, porque están persuadidos [de] que ya está como un caput mortuum sin sustancia…Yo creo que no hay pueblo tan celoso del descanso eterno de sus padres como este.
En otro de sus pasajes, añadió algunas anécdotas respecto a la negativa oficial a enterrar a los pobladores originarios en los templos cristianos. “[La iglesia] está mal situada, de un costado de la plaza principal, como las más de estos pueblos. Le precede (…) una segunda plaza que es de una extensión considerable cercada de paredes y hace las veces de cementerio. En él no se entierran sino los indios y gentes miserables. Los demás van a la iglesia”. Una segunda investigación -esta elaborada por Iveline Lebret y publicada en 1981- abunda en esta cuestión, asegurando que “muy pocos testadores manifiestan la voluntad de ser enterrados en un cementerio, mientras la mayoría desea que se lo haga en una capilla o en una iglesia, a excepción de los indígenas o de los más desheredados”. De hecho, el proyecto original de panteón municipal ya contemplaba la creación de los dos espacios separados, “uno destinado para pobres, que debían ser sepultados en el suelo, y otro, para la construcción de bóvedas”. Como se ve, ya desde el siglo XVIII se diferenciaban los cadáveres por razón de clase y raza.
Esta realidad sigue vigente hasta hoy. A pesar de la alta tasa indígena, el racismo impera en Otavalo: en la campaña electoral de 2014 para la elección de alcaldes, la consigna principal del ganador fue “acabar con los indios”. Dos años después, se presentó una demanda ante la Unidad Judicial Civil de la ciudad por parte de un colectivo de jóvenes kichwa tras haber sido sujetos de discriminación racial al impedírseles el acceso a una discoteca bajo el argumento de que las “personas así [indígenas] no podían entrar”. Además, y aunque no existen ordenanzas que reglamenten la segregación, es habitual que los otavaleños destinen algunos espacios públicos en exclusiva para los indígenas: por ejemplo, las canchas deportivas deben ser usadas por los mestizos los sábados, y por los kichwas los domingos.
Las actuales dinámicas sociales en Otavalo son el resultado de procesos históricos en donde los maridajes entre mestizos e indígenas fueron permanentes, inicialmente antagónicos, y basados en relaciones de explotación. Y aunque parte de estas condiciones, en la actualidad, han cambiado, aún resta mucho por hacer. En este sentido, y ante la ventana de oportunidad que se abre por el colapso del cementerio, cabe preguntarse ¿Será este, de nuevo, un espacio de disputa y de diferencias?, ¿O será un lugar donde vernos y sentirnos iguales?
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