Lo personal no es político; por el contrario, es su negación. La transformación que provocó el movimiento #MeToo se debió a su capacidad para evidenciar el acoso sexual que, hasta entonces, muchas mujeres padecían en silencio. Fue el hecho de poner en común lo privado -politizar lo personal- lo que situó estas agresiones en la agenda pública. Pero, además, lo peor del eslogan “lo personal es político” no es que sea erróneo, sino que, por su semántica privatizadora, promueve, involuntariamente, un peligroso activismo individualista.
Es un lugar común, pero no por ello es menos cierto, señalar que el colapso de la Unión Soviética no sólo supuso la descomposición de un país, sino también un cambio de época que llevaba décadas gestándose. Tras la Segunda Guerra Mundial, Occidente vivió un periodo de expansión económica sin precedentes, en el que en sólo veinte o treinta años nuestras sociedades progresaron más que en varios de los siglos anteriores juntos. De este modo, una nueva clase media en ciernes y con formación universitaria pudo superar las antiguas preocupaciones materiales, enfocándose en las cuestiones de la representación. Surgieron así -usando la terminología de Nancy Fraser– las injusticias culturales frente a las socioeconómicas. Desde entonces, y afortunadamente, solo un puñado de nostálgicos con nula influencia política puede hoy considerar que la contradicción capital-trabajo es la única existente.
Aunque a veces se ha exagerado la desatención que el comunismo prestó a las injusticias culturales -cabe recordar que muchas de las teóricas y activistas feministas y anticoloniales fueron marxistas o anarquistas-[1] sería miope no reconocer que, desde Proudhon a Malthus, pasando por Fidel Castro y el imperialismo eslavo-soviético, la izquierda cometió grandes infamias en clave de género, diversidad sexual y autodeterminación nacional. Fueron la presión neoliberal y los errores de la política de clases los que llevaron a la derrota de los movimientos de los trabajadores, y no las políticas de identidad que se tornaron hegemónicas desde 1991.
La diferencia como late motiv de la izquierda posmoderna
No obstante, las virtudes de esta nueva época, que comúnmente llamamos posmodernidad, pueden transformarse rápidamente en defectos si las exageramos. La reacción a los errores del pasado no puede traducirse en la negación de la clase, su marginación y el menosprecio a los movimientos de trabajadores. O peor aún: el reconocimiento de la particularidad no puede desatender la necesaria búsqueda de un universal que nos permita encontrarnos en la lucha. La filósofa Celia Amorós lo expresa con mayor claridad: “la posmodernidad no dice reclamar su turno o su parte en lo universal (…) sino que quiere deconstruir lo universal para que emerja el reino de las diferencias”. Extendiéndose con todavía más precisión se expresan Jorge Luis Acanda y Meysis Carmenati:
El sujeto se disgrega para desaparecer; se desintegra en un sinnúmero de rasgos, fuerzas y grupos; se diluye en la incapacidad organizativa de lo común, en la reducción de lo diverso a lo múltiple. Lo inadmisible de esta postura es la aparente imposibilidad de un mundo donde todo parece conectado menos la posibilidad de liberarnos todos. La proliferación de la subjetividad en múltiples formas (movimientos feministas, pueblos y nacionalidades, organizaciones de ecologistas, etcétera) termina por convencer a todos de la inutilidad de la lucha en común. (…) La necesidad de repensar las identidades en conflicto y los escaños efectivos para el reconocimiento era urgente: ‘Ya que no somos lo mismo, debemos luchar por cosas diferentes’.[2]
Esta atomización, de la que debemos prevenirnos, a veces provoca en los movimientos sociales de vanguardia una extraña competición por desentrañar qué minoría se encuentra más oprimida y menos representada. En este sentido, la miniserie When we rise narra magistralmente, entre otros asuntos, las disputas entre feministas cisheteros, gays y lesbianas, y sus acusaciones cruzadas por definir quién ostentaba mayores privilegios.
Pero, además, el reconocimiento de que existen injusticias culturales transversales socioeconómicamente -es decir, admitir que la violencia machista o el racismo son fenómenos no necesariamente mediados por la desigual distribución de la riqueza- implica, al mismo tiempo, que se puede ser un progresista posmoderno sin practicar la lucha de clases. Contra ello, la feminista Kimberlé Crenshaw acuñó el término interseccionalidad, que indica la capacidad de deconstruir a los individuos en función de su género, sexualidad, raza, nacionalidad y clase, para develar las múltiples relaciones de poder en las que nos desenvolvemos. Aunque, decepcionantemente, lo habitual es que las apelaciones a la interseccionalidad sean más retóricas que militantes, y en pocas ocasiones los activistas culturales toman medidas contra sus pares burgueses.[3]
Por ejemplo, son minoritarias las críticas de clase públicas al movimiento de mujeres por parte de las propias feministas, como valientemente hizo Angela Davis al desmitificar a las sufraguistas blancas y sus conexiones burguesas. O como la drag queen Shangay Lily hizo al denunciar la deriva “gaypitalista” del movimiento LGBT.
Decía antes que la interseccionalidad, cuando se trata de pensar la clase, suele ser más discursiva que activa. Podemos exponer algunos hechos relativamente frecuentes que lo confirman: durante el terremoto que sacudió a Ecuador en 2016, grupos animalistas animaron a la gente a donar comida para animales antes que para los trabajadores que perdieron para siempre sus casas; la banquera Ana Botín, responsable de la mayoría de los desahucios en España, se declaró feminista en el diario El País; el juez Fernando Grande-Marlaska, que sistemáticamente se negó a investigar las torturas a los presos vascos, es un icono de la comunidad gay española; o la lideresa de Pachakutik Lourdes Tibán, que no tuvo empacho en apoyar al asesino derechista de Galo Lara Yépez, sigue liderando al movimiento indígena. Todo ello, sin que la mayoría de las comunidades ideológicas a las que pertenecen hayan levantado la voz. No hay ningún beneficio en que las élites sean cada vez más diversas.
Que la izquierda contemporánea se imponga ser feminista y antirracista es algo de lo que deberíamos felicitarnos. Denunciar las agresiones machistas al interior de los sindicatos es imperativo, pero no lo es menos hacer lo propio con los malos tratos laborales a los que algunas jefas someten a sus subordinados. Y la sororidad, al igual que la camaradería comunista, no pueden servir de atenuantes.
Ultraderecha y clase trabajadora normativa
Que el trabajo ha cambiado, y con ello su clase, es un hecho. Que todavía existen obreros tradicionales, también. Por ello, desatender su representación a favor de otros colectivos es una irresponsabilidad de la que la izquierda algún día se arrepentirá. Ya alertaba de ello Chantal Mouffe al exponer que uno de los peligros de basar toda la actividad política en las luchas culturales está en acabar construyendo las relaciones nosotros/ellos a través de criterios de índole étnica, nacionalista o religiosa.[4] Mientras que el antagonismo socioeconómico -la lucha de clases- es la solución a la contradicción capital-trabajo, los culturales están destinados a la intolerancia.
Ello es clave para comprender el ascenso actual de los populismos de derechas, cuyo caladero de votos se encuentra entre los trabajadores tradicionales. Existe una amplia literatura que explica, por ejemplo, el éxito de Donald Trump en la preocupación excesiva de la izquierda en las políticas de representación y en el menosprecio a los rednecks, que sienten cada vez más que deben disculparse por ser blancos, nativos, obreros y heterosexuales. Aunque ello es, a todas luces, falaz, debemos ser lo suficientemente autocríticos como para atajar el problema proponiendo soluciones que no pasen por la criminalización del adversario coyuntural.
Grandes masas de trabajadores ya no sienten que los sindicatos y la izquierda se preocupen por ellas. Siguiendo el caso estadounidense, debemos reflexionar sobre cómo el feminismo burgués de Hillary Clinton impidió que el socialista Bernie Sanders pudiese plantar cara con un discurso de clase a Donald Trump, a quien se le dejó todo el terreno libre para identificar al Partido Demócrata con las élites tradicionales.
Esta marginación de los trabajadores es aprovechada por la ultraderecha para exponer agravios comparativos. Por ejemplo, las acciones afirmativas se proyectan hacia las minorías étnicas o de género, pero nunca hacia la clase obrera. En este sentido, es interesante la propuesta de Ricardo Romero y Arantxa Tirado de, además de exigir cuotas de representación de mujeres en los partidos y actos académicos, hacer lo propio con los trabajadores tradicionales. Del mismo modo, tampoco estaría de más, en vista de que mueren más de dos millones de trabajadores al año en accidentes laborales -cifras que superan cualquier tipo de violencia política-, que la izquierda empezase a resaltar que nos están matando por el simple hecho de ser trabajadores.
A modo de cierre
Señalar los peligros que entrañan las políticas de representación no clasistas debe de comenzar a ser norma entre la izquierda. Denunciar, al mismo tiempo, que ello es funcional al neoliberalismo individualista, también. Debemos aprender que lo personal no es político; por el contrario, es su negación. Politizar un problema es hacerlo público. La transformación que provocó el movimiento feminista #MeToo se debió a su capacidad para evidenciar el acoso sexual que, hasta entonces, muchas mujeres padecían en silencio. Fue el hecho de poner en común lo privado -politizar lo personal- lo que situó estas agresiones en la agenda pública. Pero el mayor problema del eslogan “lo personal es político” no es que sea erróneo, sino que es peligroso por su semántica privatizadora, que promueve, involuntariamente, el activismo individualista.
Por ello debemos salir de nuestras cuevas fragmentadas para volver a la comunidad, a lo universal. Dejar de romantizar las bondades de lo precolombino y regresar al internacionalismo proletario. Hacer realidad, de nuevo, la bella historia que narra la película Pride, en la que homosexuales y mineros se enfrentaron, codo con codo, a la economía depredadora de Margaret Thatcher. Si de verdad queremos que, algún día, los obreros sean gobierno y la izquierda sea hegemónica, debemos acostumbrarnos a que los sindicatos acudan al Orgullo, y los movimientos LGBT al Primero de Mayo.
[1] Nos referimos, por ejemplo, a las anarcofeministas Mujeres libres de los años treinta, o los marxistas Frantz Fanon o Silvia Federici, además de todo un sinnúmero de movimientos de liberación nacional que, durante el siglo XX, compaginaron la lucha anticolonial y el socialismo.
[2] Un ejemplo real de esto ocurrió en la multitudinaria huelga de mujeres del último 8 de marzo que, por otro lado, fue un caso ejemplar de internacionalismo. Mientras que muchas compañeras aceptaban la presencia de hombres en los piquetes, otros tantos colectivos exigieron que se convirtieran en esquiroles para no “invisibilizar” el impacto de la protesta, prefiriendo aliarse a periodistas cómplices del poder, como Ana Rosa Quintana o Susana Griso, antes que aceptar la compañía solidaria de los obreros, aunque ello supusiese que la producción mercantil continuase al sustituir una herramienta (la mujer trabajadora) por otra (el hombre trabajador).
[3] Seguramente, la última y más novedosa aportación a este campo la realizó Adela Cortina al definir la aporofobia como la relación existente entre la xenofobia y la pobreza de los trabajadores migrantes.
[4] Hace poco más de un mes, no fueron pocos los colectivos feministas que aplaudieron que Sebastián Piñera, presidente de Chile y simpatizante de Pinochet, utilizara el lenguaje inclusivo en uno de sus discursos.
Published by