La lógica del capitalismo privilegia las grandes corporaciones transnacionales, las cuales concentran un descomunal poderío económico, y se imponen geopolítica y culturalmente a naciones y pueblos. El caso de la petrolera Chevron y el riesgo de que el país deba pagarle una multimillonaria indemnización a pesar de que esta empresa afectó gravemente a la Amazonía y a decenas de miles de sus pobladores, ha estremecido al país los últimos días.
El título de esta reflexión no alude a ninguna película hollywoodense de ciencia ficción, ni a un cuento de miedo infantil. Se trata simplemente de una descripción sumaria de la letalidad una de las bestias más poderosas del capitalismo contemporáneo, pero que paradójicamente aparece ante los ojos de millones como un ejemplo de la industria que más “progreso” y “civilización” ha traído al planeta en toda su historia: la industria petrolera.
Para Ana Esther Ceceña, del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, OLAG, el descubrimiento del petróleo como materia prima para un sinfín de productos y bienes incluso de consumo cotidiano, produjo una mutación radical del tiempo histórico de la modernidad. Si se compara los albores del siglo XX con la época que ahora estamos viviendo, “la materialidad se transformó sustancialmente y las mediaciones objetuales entre los seres humanos y de ellos con la llamada naturaleza se multiplicaron exponencialmente” (Ceceña y Ornelas: 2017, 26).
No sólo se multiplicaron desbordadamente las relaciones entre las personas y de éstas con las cosas, sino que las cosas mismas se modificaron a partir de la producción de nuevas mercancías, lo que impactó en los modos de pensar y de vivir. Ceceña adopta el nombre de “civilización del petróleo” para caracterizar a esta nueva era a la que nos hemos acostumbrado sin mayor fricción.
Por esta “razón civilizatoria” que impera, cuesta tanto entender cosas tan simples como la prohibición de bolsas de plástico en los supermercados y tiendas, que algunos países empiezan a adoptar como obligación. La mayoría de seres humanos vivos, nació y se acostumbró a convivir con este material derivado del petróleo. El plástico no sólo aligeró el peso de los objetos de metal ni solamente mejoró la resistencia de otros materiales como el papel o el cartón, sino que por su maleabilidad, flexibilidad y resistencia invadió el ámbito de la cotidianidad (envases de todo tipo, utensilios como las peinillas, el cepillo y el hilo dental, las carcasas de múltiples aparatos del hogar, partes y piezas de aviones y automóviles, entre miles de otras aplicaciones), y se introdujo con ferocidad en el mundo de las tecnologías médicas e incluso bélicas.
Pero el petróleo no sólo posibilitó la aparición del plástico y de otros cientos de materiales sintéticos, sino que como combustible permitió la aparición de los motores a combustión, y de ahí, fue el émbolo que hizo emerger a la poderosa industria del automóvil. Ya pensadores de la izquierda como André Gorz habían vinculado al petróleo, con el automóvil, y a ambos con las nuevas lógicas del capitalismo:
Los magnates del petróleo fueron los primeros en darse cuenta del partido que se le podría sacar a una gran difusión del automóvil. Si se convencía al pueblo de circular en un auto a motor, se le podría vender la energía necesaria para su propulsión. Por primera vez en la historia los hombres dependerían, para su locomoción, de una fuente de energía comercial. Habría tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas –y como por cada automovilista habría una familia, el pueblo entero sería cliente de los petroleros. La situación soñada por todo capitalista estaba a punto de convertirse en realidad: todos dependerían, para satisfacer sus necesidades cotidianas, de una mercancía cuyo monopolio sustentaría una sola industria.[1]
Una vez fabricados en serie (no en vano se denomina fordismo al montaje de este tipo) y popularizados como medidores de estatus social o herramientas de trabajo, según se quiera ver, actualmente circulan en todo plantea alrededor de 1.300 millones de automóviles, por no hablar de otros vehículos de transporte público. La contaminación del aire por monóxidos de carbono es enorme y sólo en el caso de Chevron, se calcula que su “aporte” a la contaminación mundial casi llegaría al 4 % del total.
He aquí la gran paradoja del capitalismo. En palabras de Ceceña, su karma es “la producción de objetos pensados útiles que terminan siendo su contrario”. La mega-corporación Chevron cumple este papel a la perfección pues, desplegada en 180 países, explora, extrae y distribuye petróleo y demás derivados, convirtiendo diaria y mágicamente al “oro negro” en la “mano sucia” que devasta selvas, ríos y afecta directa e indirectamente la salud de millones de seres humanos.
El caso Chevron obliga a reconocer que el capitalismo es un sistema que produce no sólo una exponencial desigualdad e injusticia social en términos económicos, sino afecta la soberanía de las naciones y genera una imparable devastación ambiental. , características que posee desde inicios del siglo XX el extractivismo como motor del sistema capitalista.
Frente a ello, y más allá del laudo del Tribunal Internacional de la Haya que favorece a la transnacional en desmedro del Ecuador y de su gente, no cabe sino una única postura ética y política correcta. En palabras dichas hace unos años por Edgardo Lander: “el rechazo al extractivismo y la destrucción ambiental en general, así como la defensa de los territorios de los pueblos indígenas y campesinos ante la lógica expansiva de la acumulación por desposesión, fue uno de los ejes principales de las luchas anti-neoliberales de los lustros anteriores. Esto quedó recogido con especial énfasis en los nuevos textos constitucionales de Bolivia y Ecuador, atravesados por las nociones del Buen Vivir/Vivir Bien (suma qamaña, sumak kawsay)”.[2]
En tiempos de postcorreísmo, tampoco hay que olvidar que parte de ese proceso, -o que ese proceso parte- es la Constitución aprobada en Montecristi hace 10 años. Tras muchas cacareo y algunas críticas a los famosos “derechos de la Naturaleza”, hay que reconocer que su sola enunciación implica “una ruptura radical con el antropocentrismo dominante del sistema mundo colonial capitalista”, nuevamente en palabras de Lander.
Sin embrago, no sólo con leyes se cambia la sociedad, y lamentablemente durante todo el gobierno anterior, muchas de las políticas públicas aplicadas no estaban ni de lejos alineadas con la utopía del sumak kawsay: la construcción de grandes centrales hidroeléctricas pudieron haber sido la señal de una buena intención en ese sentido; pero a la larga la auto-destrucción del proyecto Yasuní ITT, es decir la ampliación de la frontera petrolera, resultó la estocada final a la posibilidad de encarar en serio un cambio de modelo y una salida de dependencia primario-exportadora.
En efecto, el gobierno de Correa no pudo salir del laberinto extractivista y aunque hubo un amague para enfrentar al Monstruo que todo lo aplasta y todo lo devasta, el discurso de la soberanía nacional se quedó atrapado en las tenues garras de marketing y el efectismo publicitario, ése sí, al puro estilo de Hollywood. El actual gobierno, ni siquiera parece saber que está en el laberinto.
[1] https://ecopolitica.org/la-ideologia-social-del-automovil/
[2] http://www.bivica.org/upload/gobiernos-progresistas.pdf
Bibliografía:
Ceceña Ana Esther y Raúl Ornelas (Coords.). “Chevron. Paradigma de la catástrofe civilizatoria”, Siglo XX editores, Buenos Aires. 2017
Chevron devorador de la madre SELVA y de la Pachamama
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