Los que pueden permitirse no odiar

Los que pueden permitirse no odiar

Sólo aquellos que no padecen literalmente la explotación del sistema, o que no son conscientes de ella, pueden permitirse no odiar, domesticando sus pasiones y haciéndolas funcionales al poder. La misma burguesía que logró situarse entre las élites a base de bayonetas, hoy nos convence de que el resentimiento no debe tener potencia política.

Seguramente, uno de los sentidos comunes de época más arraigados en la posmodernidad es la extensión de una nueva cultura de paz que nos ha obligado a argumentar de forma distinta el uso de la fuerza física. Si en el siglo XIX Marx decía que “la violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva”, señalando la inevitabilidad del derramamiento de sangre en los proyectos revolucionarios, pareciera que hoy, con el supuesto final de los tiempos, se habría extinguido, también, aquella fuerza motriz del cambio.

En un plano ideal, el tránsito de una sociedad que requiere de la violencia para superar las desigualdades a otra donde éstas podrían reducirse pacíficamente debería llevar a felicitarnos. Sólo los psicópatas o los inconscientes pueden desear el sufrimiento que implica cualquier acción armada. No obstante, una mirada crítica a esta armonía contemporánea desvela algunos desafinamientos: al tiempo que la sociedad civil rechaza los disturbios como táctica política, las diversas y sutiles violencias sistémicas parecen haberse perfeccionado, situación que además cuenta con el máximo de los respaldos sociales [1]. Esta legitimidad de la violencia de los de arriba frente a los de abajo -o monopolio estatal de la violencia se desnudó ante nuestros ojos hace un par de semanas con el asesinato a sangre fría de Andrés Padilla por parte de la policía, más aún si se contrasta con el apuñalamiento de un taxista ambateño hace unos meses. En el primer caso, la respuesta popular fue descaradamente tibia, e incluso en redes sociales pudieron leerse comentarios que revictimizaban a fallecido por haber actuado, previamente, de manera agresiva; en el segundo la indignación fue general, puesto que el crimen fue cometido al interior de las capas subalternas.

 

Asesinato de Andrés Padilla a manos de uniformados.

 En este sentido, el postestructuralismo ha sido fundamental para identificar las múltiples opresiones a las que nos vemos sometidos, y cómo muchas de estas poseen un origen sistémico. Sin embargo, el activismo que nació de aquellos aprendizajes rechaza repeler estos ataques por cauces distintos a la legalidad. Así, vivimos un periodo en el que hemos aceptado que la única violencia posible es la del adversario, negándonos a nosotros mismos la capacidad de defendernos proporcionadamente de ella.

Pero no sólo la fuerza de los humildes, sino que también parecen haber pasado a mejor vida las pasiones que la mueven. Hoy es común entre el activismo digital protestar frente a las discriminaciones con eslóganes contra el odio. Aunque la intención es loable, cabe preguntarnos: ¿de verdad podemos no odiar en el capitalismo? Como bien expone Remedios Zafra, “los pobres que han leído no siempre pueden fingir que no acumulan rencor”. O lo que es lo mismo, sólo aquellos que no padecen literalmente la explotación del sistema, o que no son conscientes de ella, pueden permitirse no odiar, domesticando sus pasiones y haciéndolas funcionales al poder. La misma burguesía que logró situarse entre las élites a base de bayonetas, hoy nos convence de que el resentimiento no debe tener potencia política.

Los movimientos pacifistas han aportado una rica tradición de resistencia al militarismo conservador, consiguiendo derrocar, a través de la desobediencia civil, posiciones reaccionarias como el servicio militar obligatorio o los reclutamientos forzosos en tiempos de guerra. Muchos de los objetores de conciencia se jugaron hasta su integridad física, siendo encarcelados y, a veces, torturados en prisión. Pero, al mismo tiempo, el pacifismo nunca pudo escapar de su servilismo a los intereses de las clases medias y altas, cuyas aspiraciones profesionales eran mucho más elevadas que las de los trabajadores; en la mayor parte de los casos, sus acciones se activaron porque el paso transitorio por el ejército suponía una interrupción a sus exitosas carreras en ciernes. El polémico Jim Goad ilustra a la perfección dicha singularidad:

 

La clase obrera aprendió a odiar la guerra vadeando junglas y arrozales; las clases altas aprendieron a odiar la guerra sentaditos en las aulas de Ciencias Políticas (…) Los medios emitieron la batalla doméstica como un enfrentamiento entre ‘albañiles’ de clase obrera a favor de la guerra y hippies de paz y amor. (…) Tanto los albañiles como los hippies odiaban la guerra, pero por motivos diferentes. Los albañiles se preocupan por sus hermanos e hijos, los hippies por los vietnamitas. Y los hippies (…) eran más dados a insultar a los títeres de la clase obrera que no podían evitar ser llamados a filas que a culpar a los políticos ricos que los reclutaron.

 

Pero, además, el pacifismo es “sumamente inmoral”, en la medida en que se resiste a emplear un mal para evitar otro mayor. En una línea similar apunta Errico Malatesta, cuando afirma que “renunciar a la violencia liberadora cuando ésta constituye el único medio que puede poner fin a los prolongados sufrimientos de la gran masa de los hombres y a las monstruosas carnicerías que enlutan a la humanidad, sería hacernos responsables de los odios que lamentamos y de los males que derivan del odio”.

Así, concluimos con Peter Gelderloos que las únicas personas que pueden presumir de utilizar tácticas no violentas son aquellas cuya existencia no se vive en condiciones dramáticas de exclusión, sino que se sustentan en la pérdida de privilegios, crisis social y económica, o solidaridad con los sectores más marginados de la clase trabajadora. Es decir, frente a los colectivos que irresponsablemente se oponen a “todo tipo de violencia”, las mujeres no pueden permitirse responder de manera pacífica a una agresión sexual, ni los negros a otra de carácter racista. Aunque pretenden lo contrario, estos grupos son -para el ensayista norteamericano- machistas, en tanto que tratan de inculcar a las mujeres que sólo pueden defenderse de manera legal de las violencias de género, y racistas, en tanto que consolidan la supremacía blanca al proponer una desproporción de tácticas ofensivas y defensivas entre racistas –habitualmente violentos- y antirracistas. Frantz Fanon, por su parte, completa esta línea argumental atribuyendo al pacifismo un carácter colonial, por motivos bien deducibles.

Hemos de insistir en que entender que los más vulnerables no podemos permitirnos no odiar no significa que deseemos la violencia política [2]. Menos aún, cuando su uso está absolutamente criminalizado por amplias capas de la sociedad, incluidos muchos compañeros, por lo que reivindicarla sería contraproducente. Pero reconocer estas limitaciones no significa, como expone Chantal Mouffe, que tengamos que aceptar siempre los campos semánticos del adversario. Más bien se trata de politizar el derecho a la legítima defensa frente a las agresiones del sistema y razonar que, precisamente, porque nuestro proyecto está basado en un profundo amor a los más, es que hemos de evitar por los métodos más efectivos, convenientes y morales, la verdadera violencia: el capitalismo.


 [1] Aunque las cifras del hambre en el mundo son inabarcables, no parece arriesgado asumir que una parte de ellas se debe a las lógicas del capitalismo. Asimismo, según la Organización Internacional del Trabajo, cada 15 segundos un trabajador muere a causa de accidentes o enfermedades laborales. Desde que comenzó la actual crisis económica en el sur de Europa, los suicidios han aumentado un 20%, dando sentido estadístico a la reflexión de Mark Fisher: “Ya no debemos tratar la cuestión de la enfermedad psicológica como un asunto del dominio individual. (…) debemos preguntarnos: ¿cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma? La ‘plaga de la enfermedad mental’ en las sociedades capitalistas sugiere que, más que ser el único sistema social que funciona, el capitalismo es inherentemente disfuncional”. Y, por si fuera poco, en aquellos países donde el capitalismo ha provocado mayores cuotas de desigualdad, aumentan los asesinatos cometidos por las fuerzas de orden público.

 

[2] Entre los socialistas libertarios hay numerosos ejemplos en este sentido. Para Emma Goldman,una cosa es emplear la violencia en combate, como modo de defensa, y otra cosa es tomar como principio el terrorismo (…). El terrorismo engendra la contrarrevolución y es, por tanto, contrarrevolucionario”. En un sentido similar, Malatesta indica que “nosotros, [los anarquistas] que predicamos el amor y combatimos para llegar a un estado social en el cual la concordia y el amor sean posibles entre los hombres, sufrimos más que nadie por la necesidad en que nos encontramos de defendernos con la violencia contra la violencia de las clases dominantes”.

Published by

Adrián Tarín

Periodista, emigrante andaluz e investigador en el Grupo Interdisciplinario de Estudios en Comunicación, Política y Cambio Social (COMPOLITICAS).