¿el triunfo de López Obrador significó un triunfo de la izquierda? En el afán de asegurar la elección y que no le pasara lo mismo que en 2006, el presidente electo reclutó a enemigos de otro tiempo, varios provenientes de la derecha, de grupos ultraconservadores, personajes ligados a actos de corrupción y varias celebridades en papel de políticos improvisados.
No fue sino hasta las elecciones presidenciales de 1988 en donde por primera vez se presentaba una contienda presidencial cerrada en México. Aquella elección enfrentaba al PRI contra su propia escisión, una facción de izquierda liderada por Cuauhtémoc Cárdenas. No podía ser de otra manera: el sistema de partidos estaba, como hasta ahora, tan enquistado en la repartición de cuotas de poder que la única competencia posible era a través de las propias reglas de juego impuestas por grupos de poder. Después de unas elecciones empañadas por la caída del sistema de conteo de votos que fraguó un fraude de escándalo, el PRI mantendría el poder. Lo haría también en 1994, aunque ahora sí a través de una votación más o menos legítima. Esas elecciones tuvieron lugar en un año en que el país se desmoronaba en medio del caos de asesinatos políticos, turbulencia económica, y la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
La elección de 2000 fue la de la transición. En medio de una jornada electoral histórica, el Partido Acción Nacional (PAN) se llevaba la presidencia con Vicente Fox, quien víctima de sus propios excesos, terminaría su gestión en medio de graves acusaciones de corrupción y varios conflictos sociales en diversos puntos del país: Coahuila, el Estado de México, Oaxaca, Guerrero, etcétera. Las de 2006 fueron elecciones de Estado, ensombrecidas por la sospecha del fraude y del uso descarado de propaganda negra contra Andrés Manuel López Obrador. El panista Felipe Calderón sería declarado ganador y su administración sumiría a México en una de sus peores crisis de violencia y seguridad desde la Revolución. En 2012 López Obrador volvería a contender y perdería en una elección en donde las grandes corporaciones de medios de comunicación imperantes en México, particularmente Grupo Televisa, operarían en favor del candidato del PRI, Enrique Peña Nieto. Este último agudizaría aún más la actual crisis de violencia, seguridad y corrupción de su antecesor.
López Obrador fue líder en intención de voto desde que arrancó la campaña de 2018. Ninguno de los otros candidatos pudo siquiera acercarse a un dígito de distancia. No sorprendió, por tanto, que López Obrador haya sido el candidato con mayor número de votos obtenidos desde que existen elecciones competidas en México: un holgado 53% que le otorga un gran capital social y político para llevar a cabo su agenda política.
Sin embargo, ¿el triunfo de López Obrador significó un triunfo de la izquierda? En el afán de asegurar la elección y que no le pasara lo mismo que en 2006, el presidente electo reclutó a enemigos de otro tiempo, varios provenientes de la derecha, de grupos ultraconservadores, personajes ligados a actos de corrupción y varias celebridades en papel de políticos improvisados. Esto ha provocado que una parte de la izquierda crítica, académica, se haya mantenido al margen en estas elecciones: pudieron haber concedido su voto, de manera silenciosa, a López Obrador, más movidos por la actitud prejuiciosa e intolerante de la derecha que por coincidencias con el personaje. Hacerse del poder a costa de incluir hasta a personajes ideológicamente contrarios a un proyecto de nación socialdemócrata, hace recordar mucho a Lula da Silva: muchos de los que llegaron con él al poder, anteriormente detractores o improvisados, fueron los que le dieron la espalda en el muy cuestionable proceso que lo tiene en la cárcel. López Obrador debería tenerlo muy en cuenta: hay muchos “Tiriricas” en sus filas, que no dudarían, como el payaso convertido en diputado por Lula, en oponerse si les fuera preciso y conveniente a sus intereses particulares.
Es un terreno pantanoso: no hay que olvidar, por ejemplo, que la cúpula empresarial mexicana hizo todo lo posible por descarrilar la candidatura de López Obrador, y ahora convenientemente llama a la “conciliación”. A varios de estos personajes les sobra el dinero, pero carecen de calidad moral. Otra vez el paralelismo con Brasil puede ser útil para ser previsor: por ahora, personajes como Ricardo Salinas Pliego, dueño de la segunda empresa de medios más importante del país, TV Azteca, ha acomodado a incondicionales suyos en puestos clave de la futura administración presidencial. Su falta de escrúpulos y su poco sentido de la ética se han documentado en diversos casos donde ha doblado al poder político para beneficio propio, con muchas similitudes a Roberto Marinho, presidente de O Globo, la poderosa cadena de medios brasileña que, así como produce telenovelas, derroca gobiernos.
Así pues, tal y como hay motivos para celebrar los resultados de la elección, hay motivos para mantenerse escéptico o al menos a la expectativa. Desde 1988 el país ha estado sumido en un gatopardismo constante: cambiar todo para que nada cambie. La transición fue un espejismo que no democratizó a la vida social en México y mucho menos a sus instituciones. Los mismos actores políticos y económicos se disputan el poder mudando de bando sin el menor pudor para mantener sus privilegios, incluso cuando ello resulta en contradicciones ideológicas. Esa es la razón por la que también el Ejército Zapatista se ha mantenido al margen. Desde 2000, cuando llevaron a cabo el “Zapatour”, o en 2006, con el lanzamiento de “La Otra Campaña”, o en 2012, con su apoyo y solidaridad con el movimiento de Atenco, hasta ahora en 2018 con la presentación de Marichuy como candidata independiente, los (neo)zapatistas han sido consistentes: desconfían de un sistema político que no ha terminado de generar condiciones mínimas de justicia e igualdad, así como de una izquierda burocratizada que poco se ha reinventado. Queda un sabor agridulce: por un lado, el júbilo por la victoria de un contendiente que ganó a pesar de discursos discriminatorios y prejuiciosos surgidos del aún recalcitrante imaginario criollo. Por el otro, el escepticismo con que se observa a quien dirigirá al país con varios de los mismos actores que no han logrado desterrar lo que es, quizás, lo más perjudicial en nuestra sociedad: la corrupción.
Se puede conceder el beneficio de la duda, y quizás el júbilo de una buena parte del país sea el motor que permita una transformación política de fondo. Para ello se requiere también de un pacto nacional que surja de la solidaridad y la buena voluntad de grupos de poder que permitan democratizar a la vida pública y sus instituciones. El problema es que pocas veces han mostrado tal generosidad. El cambio real seguirá estando del lado del subalterno, de la izquierda que en sus indefiniciones encuentra la virtud al mantener espacios abiertos a libertades aún por ganar. De una que vele por mínimos de justicia, no por máximos de felicidad; donde el triunfo colectivo prive sobre el individual. De ese tamaño será el reto de López Obrador si se asume como hombre de izquierda.
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