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Populismo y emigración: cuando los planes de la izquierda fallan

La única diferencia real entre un trabajador autóctono y un inmigrante es que éste último no ha logrado vender su fuerza de trabajo a una burguesía concreta, y debe hacerlo a otra. Son las relaciones de producción determinadas por el capitalismo apátrida las que impiden que podamos subsistir en nuestros lugares de origen, por lo que, sin acabar con este, es imposible terminar con la emigración.

El populismo, como técnica política, trata de cristalizar las diversas demandas de una sociedad bajo un cuerpo único: el pueblo. Éste no está dado, sino que se encuentra en permanente edificación; es decir, los límites y composición del pueblo varían intencionalmente con el paso del tiempo. En esta construcción juegan un papel fundamental los afectos -las pasiones que nos movilizan en uno u otro sentido- y las representaciones -las identificaciones a través de las cuales nos reconocemos como pueblo-. De este modo, es comprensible que los populismos utilicen la pulsión patriótica como una de las herramientas que permita articular las voluntades heterogéneas que circulan alrededor de su proyecto. Una idea de país que, contraria a otras más elitistas, subraya el concepto de soberanía como la libertad del pueblo de decidir sus destinos sin injerencias externas. Una patria que ya no está basada en un pasado esplendoroso, sino en la dignidad de la gente. La nación ya no es sólo el himno y la bandera, sino también los hospitales públicos, las universidades del Estado y el descenso de la pobreza.

La construcción de un bloque nacional-popular ha demostrado ser una tarea política eficiente para tomar y consolidarse en el poder. No es casual, por tanto, que el populismo más reciente y eficaz en Ecuador, la Revolución Ciudadana, tuviese como marca electoral el nombre de “patria altiva y soberana”. Esta exaltación nacionalista, en su carácter progresista, es sustancialmente diferente al de las élites reaccionarias: es anticolonial (no imperial) y reordena la relación entre la libertad y lo social. Pero, al tiempo que posee estos rasgos positivos, también es un arma de doble filo en tiempos de crisis.

Durante años, bajo el argumento plebeyo de la soberanía, la Revolución Ciudadana nos ha explicado que las burguesías nacionales son mejores que las foráneas , que los extranjeros sólo pueden trabajar si no existen nativos capaces de hacer la misma labor y que, para acceder a un concurso público, es lógico que los de fuera tengan requisitos académicos más exigentes. Pero este imaginario instituido de protección de lo propio, aunque útil para prevenir injerencias, se demuestra contraindicado cuando se suceden las crisis migratorias. Así, ¿a quién le puede sorprender que, en un país en el que existen leyes laborales de preferencia nacional, esté consensuada la idea de que los extranjeros roban el trabajo de los nativos?

El descenso de los precios en el petróleo demostró que la declaración constitucional de la ciudadanía universal fue un brindis al sol. Una política más económica que humanitaria, que funcionó mientras el país necesitaba mano de obra cualificada para sacar adelante los proyectos sociales de educación y salud. Pero, en cuanto la calidad del trabajo comenzó a decaer, los registros de títulos universitarios cubanos en la Senescyt comenzaron a demorarse más de seis meses -lo permitido para las visas no laborales, condenando a los emigrantes a vivir en la ilegalidad-, se sucedieron las deportaciones y, consecuentemente, las redes sociales se poblaron de comentarios xenófobos cada vez que un extranjero se veía involucrado en algún incidente. Como muestra de esto último, podemos citar dos casos: el primero, cuando un profesor español de la Universidad de San Francisco ofendió el pasado de resistencia indígena frente al colonialismo, despreciando a las estatuas de la quiteña Plaza Indoamérica; el segundo, cuando una reportera venezolana de Teleamazonas colgó en Internet unos vídeos burlándose de las costumbres ecuatorianas. Ambos casos, del todo reprobables, despertaron una peligrosa reacción que, de manera superficial, sirve para clasificar las dos formas más evidentes de xenofobia en el país: el racismo poscolonial y la aporofobia. Sobre el primero, vale citar in extenso las palabras de Terry Eagleton: “La historia de Europa está marcada por tradiciones de pensamiento emancipadoras, como también lo está por la práctica de la esclavitud. Europa es tierra de origen tanto de la democracia como de los campos de exterminio. Si en ella se enmarca, por un lado, el genocidio del Congo, también abarca, por otro, a los insurrectos de la Comuna de París y a las sufraguistas. (…) Solo quienes, desde su simplismo, no ven más que cosas negativas en Europa y perciben los márgenes poscoloniales como puramente positivos podrían pasar por alto un hecho así. (…) Su sentimiento de culpa rara vez se hace extensivo al racismo implícito que se puede leer en su desprecio por Europa como tal”. Ante los comentarios racistas y coloniales del profesor, la mayoría de los ecuatorianos respondió con otra dosis de racismo, esta vez antiespañol. El segundo de los casos hace referencia a un neologismo utilizado por Adela Cortina para describir el “odio al pobre”. En algunas ocasiones -según la filósofa- no existe un rechazo cultural hacia el extranjero, sino a su condición competitiva de trabajadores empobrecidos.

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Seguramente, la aporofobia es el fenómeno que más nos ayuda a entender la denigración a la que medio país está sometiendo a los venezolanos desplazados. Y es una réplica honorable, por parte de los colectivos antirracistas, contestar a estos exabruptos con la acusación de xenofobia. Pero no por ello es menos cierto que las migraciones masivas plantean serios problemas a las poblaciones autóctonas, y que la izquierda no puede solucionarlos con la retórica de la ciudadanía universal. El hecho de que más de 4.000 emigrantes crucen diariamente la frontera norte del país sacude la economía nacional. Es innegable que los inmigrantes pobres tienen una disposición a vender más barata su fuerza de trabajo, lo que puede acabar provocando un descenso sectorial de los salarios. Por esta razón, jamás veremos a ninguna patronal criticar la inmigración ilegal. De este modo, y para ser tomada en serio, la izquierda debe de sostener un proyecto realizable, que solucione realmente los problemas de la gente, y no promover eslóganes compasivos, como cuando el presidente Lenin Moreno pide recordar la emigración de los ecuatorianos. De lo contrario, la fórmula de la ultraderecha -cierre de fronteras y deportaciones- será vista, una vez más, como la opción más realista.

Para ello, podríamos empezar con repolitizar la migración desde una mirada de clase, y no entenderla sólo como una cuestión humanitaria. El trabajo no es un valor en sí mismo, pero es la única actividad por la que los desposeídos pueden ganarse la vida. La única diferencia real entre un trabajador autóctono y un inmigrante es que éste último no ha logrado vender su fuerza de trabajo a una burguesía concreta, y debe hacerlo a otra. Son las relaciones de producción determinadas por el capitalismo apátrida las que impiden que podamos subsistir en nuestros lugares de origen, por lo que, sin acabar con este, es imposible terminar con la emigración.

Este es un objetivo ambicioso y no alcanzable a corto plazo, pero es una opción que discursivamente se puede ir trabajando, al tiempo que se pulen los defectos de la retórica patriota. La soberanía popular no tiene por qué venir acompañada de un proteccionismo de las élites nacionales, sino de su impugnación, de la defensa de los de abajo. Un sentido común en el que la Corporación Favorita es preferible a Wallmart nos distrae del asunto crucial de que el trabajo no tiene dueño. O si lo tiene, no es el país -o la burguesía nacional- su propietario, sino que son los propios trabajadores quienes, a través de su fuerza, se transforman en los verdaderos productores de mercancías. En definitiva, la nueva patria debe promover una pedagogía radical sobre el trabajo bajo el capitalismo, legislar de manera no discriminatoria y atender solidariamente a los desplazados. Para lograr los recursos necesarios, sólo basta con gravar fiscalmente a las grandes fortunas y perseguir la fuga de capitales, a los mayores deudores con el fisco (que son las mayores corporaciones del país), la corrupción político-empresarial y a los patrones que incumplen los beneficios que por ley corresponden a los trabajadores.

 

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Adrián Tarín

Periodista, emigrante andaluz e investigador en el Grupo Interdisciplinario de Estudios en Comunicación, Política y Cambio Social (COMPOLITICAS).