ALFARO VIVE CARAJO

Teoría y práctica revolucionaria. La experiencia de Alfaro Vive Carajo

La izquierda en los ochenta redujo la producción de conocimiento a la aceptación casi mecánica de los relatos importados de Rusia o China, con la teoría marxista en crisis se obvio la discusión sobre la toma del poder, la estrategia revolucionaria y el socialismo. Por el contrario existía una idea perversa recurrente: la práctica nos une, la teoría nos separa, como resultado, la insurgencia decidió emprender acciones armadas, antes de definir ¿porqué, contra quién y para qué tomarse las armas? La ausencia de reflexión y teoría revolucionaria condujo a una acción militarista sin la incorporación de la lucha de clases al proyecto político militar.

El retorno a la democracia revitalizó la creencia equívoca de que el reemplazo pacífico de la dictadura por la democracia significaría también una transformación del sistema político. Los sectores sociales -incluyendo la izquierda más radical- se encontraban a favor de defender el régimen e impedir nuevamente la llegada de los gobiernos militares.

La democracia se conjugó con las propuestas insurgentes de Alfaro Vive Carajo y los intentos guerrilleros de finales del siglo XX. Esta integración no fue casual, ya que la influencia producida por las revoluciones triunfantes (Cuba y Nicaragua) fue determinante, y su elemento central recuperaba una memoria histórica colectiva sintetizada en la figura de Martí o Sandino. Estos, a diferencia de Marx, Lenin o Stalin, eran latinoamericanos, pertenecían a la patria grande, habían vivido, al igual que millones de personas el encubrimiento, la exclusión y la marginación.

Cabe recalcar, que, a pesar de la ola democratizadora, en este período ocurren intensas jornadas de movilización: nueve huelgas nacionales, 3609 conflictos laborables y 1110 huelgas en el sector público y privado, cifras que no corroboraron la participación política de los partidos de izquierda en las elecciones del 84 y el 88, donde, integrada en el FADI, apenas alcanzó el 9% de la votación nacional.

La insurgencia nace en las aulas

Durante la década del ochenta, las universidades en América Latina atraviesan significativos procesos de transformación que, como tendencia dominante, se adecuan a la lógica operativa y se subyugan a los imperativos del sistema de mercado capitalista en su fase contemporánea (Mollis, 2003). De acuerdo a la perspectiva de algunos investigadores, esta serie de cambios representarían una amenaza a la misión pública históricamente asignada a las universidades en nuestras sociedades.

En el Ecuador, esta transformación se matiza alrededor de la sociología de las izquierdas. Se presumía que aquellos estudiantes que ingresaban a estudiar Sociología estaban vinculados con un proyecto político y, por tanto, con cierto interés en la realidad del país y la posibilidad de transformarla. Muchos ingresaban a la escuela para aprender marxismo mientras militaban, y las discusiones les permitían acrecentar su acción política. El espacio universitario se transformó en un terreno donde las tendencias se impusieron a la reflexión académica. La Escuela no estaba en condiciones de generar un discurso que integrase las prácticas de los nuevos movimientos sociales, y por ello se debilitó enormemente como centro intelectual. Rafael Quintero (Citado por Campuzano, 2015) encuentra las causas de esta escasa capacidad de respuesta en el profundo divorcio que había persistido entre la reflexión teórica, fundamentalmente del marxismo, y los procesos sociales materiales durante los ochenta.

Cuando Arturo Jarrín ingresó a la Escuela de Sociología (1977), la universidad era un espacio para la reflexión, el debate y la coalición política; Jarrín conformará ahí, un grupo autodenominado Los Chápulos, que construyeron alrededor de la figura de Alfaro el eje articulador del proceso insurgente. Lo veían como “el símbolo más trascendental de la historia de nuestro país, la expresión más nítida y clara del movimiento popular. Antes que entrar en una polémica sobre el sentido burgués o no del alfarismo, como lo plantean ciertos revolucionarios puros” (Cárdenas y Jarrín, 2011:53), hallaron en él un hombre que posibilitó una intensa movilización social de las clases más desposeídas (obreros, indígenas, campesinos y esclavos); creación de montoneras para combatir el poder de los terratenientes; reivindicación de derechos, libertades individuales y colectivas.

El encuentro con la sociología afirma su convicción marxista, pero así también acentúa la necesidad de encontrar nuevos referentes en una relectura de la historia nacional. Jácome (1995) identifica que las ciencias sociales en los ochenta se construyen como un espacio que marca una separación entre pasado y presente: un pasado construido a partir del metarrelato del marxismo y un presente que estudiase la sociedad desde otras entradas.

Cuando Arturo cursaba el segundo año de Sociología, triunfó la revolución nicaraguense (1979). Pocos días después se sumó a uno de los viajes que se organizaban hacia Managua. Este “encuentro con el proyecto sandinista, donde el guía y el conductor no es un Marx ni un Lenin, […] sino un proceso que rescata la historia y la tradición de la lucha de un pueblo, le inspira para que en Ecuador también se plantee recoger esa historia” (Villamizar, 1994:114). Los sucesos que vinieron a continuación son la demostración de la fuerza de las armas, y de una guerra que antes de empezar ya estaba perdida.

AVC

No hay teoría revolucionaria sin práctica revolucionaria, y viceversa

La izquierda, en los ochenta, redujo la producción de conocimiento a la aceptación casi mecánica de los relatos importados de Rusia o China. Con la teoría marxista en crisis, se obvió la discusión sobre la toma del poder, la estrategia revolucionaria y el socialismo. Por el contrario, existía una idea perversa recurrente: la práctica nos une, la teoría nos separa. Como resultado, la insurgencia decidió emprender acciones armadas y conformar guerrillas, antes de definir ¿porqué, contra quién y para qué tomarse las armas? La ausencia de reflexión y teoría revolucionaria condujo a una acción militarista sin la incorporación de la lucha de clases al proyecto político militar.

Wickham-Crowley (1995) propone que en los lugares donde no triunfaron las guerrillas, se puede aducir el fracaso a la imposibilidad de traducir una propuesta revolucionaria a las masas populares, pues los movimientos guerrilleros deben ser capaces de encontrar un público sensible a sus esfuerzos para crear un contra–estado; de lo contrario, no se desarrolla una autoridad legítima que propicie un contrato social implícito entre la guerrilla y la población.

Insisto, su fracaso no tuvo que ver con pocos militantes o armas. En estricto sentido, una derrota no se define por la aniquilación de las fuerzas combatientes, sino por la incapacidad de éstas para continuar con una acción bélica autónoma. Como suele mencionarse en las paráfrasis a las obras de Clausewitz, Sun Tzu o Mao, esta incapacidad emana cuando la guerra no es la continuación de la política por otros medios.

Bibliografía:

Mollis, Marcela 2003 (comp.) Las universidades en América Latina: ¿reformadas o alteradas? La cosmética del poder financiero (Buenos Aires: CLACSO). 

Campuzano, Alvaro (2005). “Sociología y misión pública de la universidad en el Ecuador: una crónica sobre  educación y modernidad en América Latina”. En Espacio público y privatización del conocimiento. Estudios sobre políticas universitarias en América Latina. Buenos Aires: CLACSO. 

Cárdenas, Rosa y Miguel Jarrín (2011). ¿Dónde está la sangre del pueblo? Quito: Ministerio de Cultura.

Villamizar, Darío (1994). Ecuador 1960 – 1990: Insurgencia, democracia y dictadura. Quito: Editorial El Conejo.

Wickham-Crowley, Tomothy (1995). Auge y declive de los gobiernos de guerrilla en América Latina. América Latina Hoy, junio, Vol. 10. Universidad de Salamanca, España

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Cristina Benavides

Comunicadora, socióloga y comunista, aunque ya no esté de moda.