Francia tiene un pasado imperial y, por tanto, criminal. Es indudable la deuda histórica que el país galo mantiene con sus excolonias, a las que en su día oprimió hasta el genocidio y sobre las que, hoy en día, todavía pesan su ejército -como en Malí- o sus expoliadoras empresas transnacionales.
La victoria francesa en la presente Copa del Mundo de fútbol ha desembocado en un intenso debate alrededor de la extranjería. El hecho de que más de la mitad de los galos convocados a la cita fuesen negros, ha hecho que algunos sectores progresistas y decoloniales cuestionasen que el trofeo lo hubiese logrado, ciertamente, el país europeo. Estos argumentan, en cambio, que la victoria es del continente africano. Esta posición, más que una lúcida crítica a las leyes migratorias occidentales, revela lo alejada que está una parte de la izquierda de la realidad de los inmigrantes.
Quienes hemos tenido que marcharnos fuera de nuestro hogar para vender nuestra fuerza de trabajo sabemos que nunca perderemos el cariño al país que nos vio nacer, o a aquel en el que se criaron nuestros padres o abuelos. Pero, al mismo tiempo, deseamos que algún día quienes nos acogen dejen de vernos como extranjeros. Vivimos con pesar que nuestro acento, color de piel o cultura nos convierta en una especie de rara avis que merece tener menos derechos, que usurpa los puestos de trabajo de los nativos o que ha llegado a recolonizar el territorio. En el caso francés -el que nos ocupa- está suficientemente documentado cómo esta sutil exclusión social empujó a los jóvenes migrantes de las banlieus a emprender los cruentos disturbios desencadenados contra sus compatriotas franceses en 2005. La magistral películaLa Haine, del director parisino Mathieu Kassovitz, se anticipó a ello y retrató con seriedad las complejidades identitarias que esconden estas migraciones modernas, cuyos actores fundamentales son los trabajadores pobres y no, como relataba Frantz Fanon en su momento, hijos de las ilustradas pequeñas burguesías africanas.
Pero si esto es doloroso para los migrantes de primera generación, lo es aún más para quienes poseen doble nacionalidad o, incluso, han nacido en el país de acogida. Un reciente estudio de Catherine Wihtol de Wenden, publicado en 2014 en la Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, concluye que “muchos estereotipos se han quedado estancados en la representación” de los migrantes de segunda generación en Francia, como la “violencia, las drogas, el desempleo, el islamismo o los guetos étnicos”, dando lugar en ellos a una “construcción de identidad en torno al fundamentalismo religioso, victimización del pasado colonial, visibilidad de las pertenecías étnicas y el color de piel”, entre otros. Así, esta diferenciación estereotípica produce un repliegue identitario generalmente nocivo, algo que, involuntariamente, también promueven algunas ideas decoloniales sobre la africanidad de la selección francesa. Más aún cuando de los veintitrés deportistas convocados por Didier Deschamps, sólo dos han nacido fuera del país galo. Son los casos de Samuel Umtiti, camerunés de origen, y el arquero suplente Steve Mandanda, oriundo del Congo. El resto han nacido en Francia; por tanto, son tan franceses los negros Kyliann Mbappé o Paul Pogba como los blancos Emmanuel Macron o Marine Le Pen. Pensar lo contrario -me temo- es confluir ideológicamente con los ultraderechistas del Front National.
Una prueba de cómo la negritud les ha jugado una mala pasada a centenares de decoloniales progresistas puede develarse al comparar al combinado francés con, por ejemplo, su rival en la final: Croacia. La selección croata -país que se ha ganado las simpatías de los países del sur a pesar de su controvertido nacionalismo conservador- cuenta con tres jugadores nacidos en el extranjero (Austria y Bosnia-Herzegovina), sin olvidar que el director técnico es también bosnio nativo. A pesar de superar en número al caso francés, la ausencia de pieles oscuras no ha develado, a ojos de estos analistas, que su excelente papel mundialista pueda deberse a los blancos migrantes balcánicos.
Francia tiene un pasado imperial y, por tanto, criminal. Es indudable la deuda histórica que el país galo mantiene con sus excolonias, a las que en su día oprimió hasta el genocidio y sobre las que, hoy en día, todavía pesan su ejército -como en Malí- o sus expoliadoras empresas transnacionales. Pero esta terrible realidad convive con otra más venturosa: Europa occidental ya no es más, por suerte, un continente blanco y cristiano. Hoy, y contrariamente a las voluntades de las decenas de partidos xenófobos que pueblan el continente, miles de europeos son étnicamente árabes, turcos, asiáticos o latinoamericanos. Las escuelas públicas de Alemania, Francia o Italia están felizmente llenas de negros, marrones y amarillos. Las mezquitas y mandires de Londres y Madrid están plagadas, respectivamente, de musulmanes e hindúes europeos. Así, existe una mayor diversidad étnica y religiosa entre los europeos o estadounidenses que entre los habitantes de cualquier otro continente.
Con todo, la ceguera que padecen algunos activistas decoloniales incapacita el análisis sereno de estos (todavía insuficientes) cambios sociodemográficos. La única brújula desde la que algunos interpretan la realidad es la del -en muchas ocasiones comprensible- rencor histórico. No obstante, este rencor puede acabar por superar y enterrar la que debiera ser la principal preocupación de la izquierda internacionalista: la contradicción capital-trabajo. Las virtudes de las luchas decoloniales, tomadas en exceso, terminan siendo perjudiciales. En la necesaria labor política de construir antagonismos, pensar la dicotomía aliado-adversario en términos nacionales acaba acercándose peligrosamente al fascismo. Y en el campo de la exclusión al extranjero, la izquierda tiene todas las perder frente a una derecha acostumbrada tradicionalmente a moverse aquí como pez en el agua.
En síntesis, las reflexiones que, en este sentido, ha provocado la cita mundialista, evidencian cómo la izquierda posmoderna no ha sido capaz de adentrarse con suficiencia en los debates identitarios de la clase trabajadora migrante, oponiendo a la diferenciación nacional derechista otra de carácter progresista. Así, frente a una ultraderecha que jamás considerará a los migrantes como sus compatriotas, otros militantes de la izquierda responden en un sentido similar pero disfrazado de “sureñismo rebelde”. Lamentablemente, los nazis franceses que en la Copa del Mundo de 2014 exigieron el blanqueamiento de su selección por no superar los cuartos de final y la izquierda decolonial que ahora clama por el triunfo africano, comparten la misma lógica argumental: ven blancos y negros cuando les conviene.
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